
La tradición añade que el "Zamarrilla" se entregó a la Justicia y que asumió convencido la condena marcada por la Ley, pero que no llegó a cumplirla totalmente, porque fue ejemplo de buena conducta para todos sus compañeros durante el tiempo de su encarcelamiento, y los jueces, que sabían de aquel hecho milagroso y de su buen comportamiento, trataron de favorecerle en los grandes deseos que éste manifestaba de recluirse en un convento para el resto de sus días, entregado de pleno a la oración y al cuidado de pobres y enfermos. Y así se dice que aconteció. El arrepentido bandolero profesó en un convento muy cercano al lugar en donde aquella Virgen recibía culto, y una vez cada año, en el aniversario de su contrición, el que antes había sido un temido malhechor salía, con el permiso de su prior, de su voluntario claustro, bajaba por el antiguo camino de Antequera y se dirigía al oratorio de la Señora, a cuyos pies depositaba una rosa roja de las que él mismo cultivaba en el pequeño huerto del convento.
Una tarde, ya casi anochecido el día, cuando iba caminando el "Zamarrilla" por la vereda que lo llevaba, como cada año, hasta la Virgen de la Amargura, fue interceptado por unos salteadores, que, al no hallar en el fraile dinero ni objeto de valor alguno, lo apuñalaron hasta darle muerte. Alarmada al día siguiente la comunidad por su inusual tardanza, y temiendo que le hubiese ocurrido alguna desgracia, salieron en su busca, hallando el cuerpo del desdichado fraile todo ensangrentado en medio del camino. Entre sus manos aún estaba la rosa de su ofrenda anual, que, milagrosamente, había cambiado su color rojo por un blanco tan resplandeciente que ni la sangre había manchado. Cristóbal Ruiz, el "Zamarrilla", había culminado plenamente su expiación.